La inventora del atole No. 7

Ilustración de Cecilia Torres, IG: @ceciliaeds

Hay cierto arte al momento de llorar, hay cierta poesía en cada lágrima. Sin embargo, hemos hecho de la tristeza o el dolor un tema tabú; es curioso, ya que al nacer lo primero que hacemos es gritar, es llorar. Pero conforme crecemos se nos enseña a no hacerlo, a evitar a toda costa lagrimear. ¿Y por qué?, pues se cree que eso te hace débil, insuficiente para afrontar la vida; sólo los débiles lloran, escuchamos una y otra vez. Entonces, cada lágrima será signo de vergüenza y en lugar de aceptar el mar que llevamos dentro, lo cesamos. 

Pero somos agua, un río inconstante y merecemos drenar aquella presión, porque vivir la tristeza y abrazarla nos hace más humanos, y al contrario de como se piensa, nos hace más fuertes. El cuerpo por sí solo es sabio y de alguna manera nos invita a llorar para que los ojos no se resequen, no pierdan el pigmento y luz ante las emociones, ya negativas, ya positivas. Necesitamos llorar como mecanismo de protección y defensa, como estandarte de que sentimos la vida y no sólo la miramos pasar. Hay cierto arte en las lágrimas, porque en ellas hay emoción y raciocinio; aunque no lo parezca, es un privilegio de especie. Somos los mamíferos que tienen la capacidad de llorar ante la tristeza y la alegría, somos los mamíferos capaces de proyectar esas lágrimas en música, en pintura o en lo que queramos. Las lágrimas no deberían ser signo de vergüenza, las lágrimas son parte de nosotros, desde el principio hasta el fin. El llanto también es lenguaje y, como todo lenguaje, debe escucharse y ser comprendido. 

SF

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