El estruendo de un solo disparo a las afueras de la Ciudad Judicial debería helarnos la sangre, pero se ha convertido en simple ruido de fondo. Un abogado yace en el asfalto, y la noticia podría archivarse en la sección de “ajustes de cuentas”, un submundo violento que la mayoría de los capitalinos vemos con la distancia segura de quien se siente a salvo.
Pero esta vez, como sucede cada vez más, el dedo en el gatillo pertenecía a un joven de 18 años.
Ahí está el verdadero retrato de la Ciudad de México en 2025. No en los rascacielos de Reforma, sino en la figura de un sicario que apenas ayer era, legalmente, un niño. Un joven que es la pieza más barata y reemplazable de una maquinaria criminal que opera con un descaro absoluto, contratado para ejecutar sentencias que ya no se dictan en los tribunales.
Para entender la magnitud de este derrumbe, es crucial no simplificar a la víctima. La violencia es injustificable, pero David Cohen Sacal no era un ciudadano elegido al azar. Era un abogado que navegaba en las aguas más turbulentas del país, un litigante cuyos clientes y casos se movían en las fronteras grises donde se mezclan el poder corporativo, la política y la delincuencia organizada. Al defender a figuras como “Billy” Álvarez en el caso de la Cooperativa Cruz Azul, se posicionó en el epicentro de una disputa multimillonaria con acusaciones de lavado de dinero y crimen organizado.
No se trata de juzgar a la víctima, sino de entender el ecosistema. Su asesinato no es el de un simple civil; es la manifestación más violenta de que las disputas de ese calibre ya no se confinan a las salas de juntas o a los juzgados. Se resuelven en la calle, con una bala. Y para ello, el sistema criminal tiene a su disposición un ejército de reserva: jóvenes de 18 años, armados con una facilidad pasmosa y dispuestos a todo.
El segundo acto de esta obra macabra es el escenario: Ciudad Judicial. El ataque, dirigido a una figura de este perfil, ocurre a las puertas del sistema que se supone debe mediar precisamente estos conflictos. Es un acto de un simbolismo brutal, un mensaje a jueces y abogados: las reglas han cambiado. El poder real, el que contrata a un joven para matar, se impone sobre el poder del Estado.
Este atentado dinamita la cómoda burbuja en la que viven muchos capitalinos. La realidad es que la metrópoli se ha convertido en un campo de batalla donde sicarios adolescentes ejecutan contratos, demostrando que la violencia no es un problema lejano, sino la herramienta con la que se dirimen las luchas de poder que definen al país.
El asesinato de David Cohen Sacal es una tragedia. Pero si nos quedamos solo con el titular, habremos fracasado. El verdadero análisis debe centrarse en su verdugo de 18 años, en la ciudad que lo fabricó y en la naturaleza de los conflictos que ahora se saldan con sangre en nuestras calles. Su muerte es el reflejo de una capital que está perdiendo la batalla, y lo que es peor, está perdiendo a sus jóvenes en el proceso.